Animalistas inadaptados, amargados y sectarios
(por Julio Ortega Fraile)
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¡Eh, antitaurinos, sóis unos inadaptados! –, te gritan coordinados
docenas de androides casposos con farias de cincuenta pesetas, odre de
vino y llavero rojigualda y negro osborne. Lo hacen desde la fila de las
entradas para ver la trayectoria de la siguiente que encaje Juan José
Padilla. Son una masa longilínea que se extiende viscosa y fláccida
desde la plaza hasta donde acaba su hematofílico rastro, cual largo
intestino colgando del abdomen abierto del caballo corneado de un
picador. Y tú te preguntas, ¿a qué he de adaptarme?, ¿a la violencia, a
la tortura, al sometimiento?, ¿he de ajustar tal vez mi culo al tendido
para contemplar las tres anteriores?, ¿a los valores que defienden José
Ignacio Wert y Esperanza Aguirre? Entonces les contemplas y sonríes,
aunque por dentro te estén metiendo rodillazos las arcadas, y le das las
gracias a tu cerebro por no ser un divertículo más en esas tripas que
serpentean hacia la taquilla del moderno coliseo.
- ¡Animalistas, estáis amargados! –, te vocean esbozando una sonrisa sobrecogedora que recuerda las palabras de Victor Hugo: “Lo feo es la mueca del diablo a espaldas de lo bello. Lo deforme es el reverso de lo sublime”.
Un rictus que estremece. Y mientras los ves semejantes a criaturas
surgidas del séptimo círculo de Dante: sudorosas, babeantes y
contrahechas (hablo de su ética), persiguiendo sañudas y fuera de sí a
una aterrorizada vaquilla, reflexionas sobre su abyecta manera de
entender la felicidad. Al final, lo que realmente te muerde las
entrañas, no es tanto la perversión de sus valores como el pavor del
desdichado animal perseguido por la horda y por la roja sombra de sus
hemorragias. A ellos los intuyes perdidos porque la naturaleza humana,
aún la más degenerada, difícilmente es un añadido de quita y pon, pero
al pobre animal lo sabes condenado a muerte pagando pecados ajenos.
-
¡Amiguitos de los animales, sois una secta! –, y sus voces surgen
aguardentosas de entre las brumas del amanecer dominical. Allí están los
cazaadores, esperando un sol que ilumine sus crímenes, como miembros
del KKK en torno a la cruz ardiente, congregados junto a sus vehículos,
bebiendo y riendo entre los ladridos de sus perros hacinados en los
remolques, vestidos según el catálogo de Decathlon y armados, todos
armados, porque el colofón a la diversión de esos hombres es apilar en
los maleteros de sus coches el mayor número posible de cadáveres. En ese
momento te analizas, después los observas a ellos, y te preguntas
quiénes son los verdaderos acólitos al servicio de una aberración.
Decía el escritor británico Chesterton: “¿Es Usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí a todos los demonios”. Sabemos
que es así, que habitan desde siempre en las entrañas de nuestra
especie, pero quisimos creer que la evolución condenaría a la hoguera de
la razón a aquellos leviatanes internos que se nutren de la ignorancia,
sin embargo descubrimos cada día que la moralidad objetiva depende de
la subjetividad del que la transforma en norma de conducta, por eso
está colmada de excepciones y esperpentos, sobre todo cuando los
martirizados nunca sabrán quiénes son Victor Hugo, Dante o Chesterton,
ni Padilla, aunque me produce grima citarlo con el resto, pero sí
perciben el sufrimiento y experimentan, como nosotros, el deseo de no
padecerlo.
Que
nos llamen antisistema, atribulados o fanáticos es intrascendente
teniendo en cuenta los actos de aquellos que lo hacen. No es nuestra
labor justificarnos puesto que no somos nosotros los que cometemos o
amparamos los crímenes, lo más doloroso es que salvo unas cuantas
excepciones, quienes nos gobiernan olviden a propósito que en los
episodios ya cerrados de la historia están los antecedentes y las
consecuencias de las lacras del presente. Sólo cambia la apariencia de
las víctimas o el discurso. Y no siempre. ¿Dije episodios cerrados?
Rectifico, el exterminio de animales fue en el pasado y todavía es
diversión o tradición. Y tal vez más que nunca negocio, aún a veces
ruinoso para los ciudadanos, como la tauromaquia, claro ejemplo de lo
caro que puede salir transmitir lecciones de violencia a los niños,
entre otras cosas.
Julio Ortega Fraile
Julio Ortega Fraile