Una mirada ajena era la que ahora escribiría sus poemas, desaparecido el interés por escribirlos con su propia visión. El ejercicio escrito parecía cambiar, se convertía en eso, un ejercicio, estimulante en su deseo de descubrir nuevas formas de delatarse, evitando en la medida de lo posible profundizar en las sensiblonas justificaciones con las que, a veces, la inspiración se hace de un cuerpo que no es suyo.
Lo poético le parecía tan maravilloso como la belleza en juventud, un salvavidas adolescente con el que convencer a los demás de que nuestras excentricidades, singularidad, estancamiento y obsesiones son piezas de un puzzle que, saboreado con la música adecuada, puede convertirse en algo admirable.
De adolescente escribía cientos de poemas que le permitieron vivir simultáneamente una vida consciente y una fresca inconsciencia con la que huir de todo lo analizado. ¿Podía ser un poema un análisis de confianza? Podia ser cualquier cosa, y era eso precisamente lo que le hacía alejarse. De los pensamientos inconexos y presuntamente anárquicos que, en lugar de volar libres, buscaban tarde o temprano refugio en los sentimientos exacerbados.
Escribir tenía que ser mucho más, tenía que ser al menos una lucha contra las trampas de la dialéctica al servicio de incansables intereses. Quería escribir para reinventarse y descubrir mundos aplastados, no necesariamente tristes o paradisiacos, sólo otros. Quería escribir para no convencerse de su autenticidad. Ahora que ya no necesitaba tanto dudar de ella, faltaba despegarse de todo lo que había sentido como si fuera el único mundo plausible.
Para no comenzar desde una calculada mentira confesaba que de alguna manera puede que buscara, también, traicionar todo aquello que, pareciendo sublime en un pasado, habiéndolo cuidado tanto, enviadas tantas imaginarias cartas de amor..., aquel mundo no había estado a la altura de los principios con los que ella lo había protegido. Siempre fue feliz imaginando, nunca, terriblemente nunca, esperó nada. Pero aquel mundo ni siquiera estuvo a la altura de lo no esperado.
Lo poético le parecía tan maravilloso como la belleza en juventud, un salvavidas adolescente con el que convencer a los demás de que nuestras excentricidades, singularidad, estancamiento y obsesiones son piezas de un puzzle que, saboreado con la música adecuada, puede convertirse en algo admirable.
De adolescente escribía cientos de poemas que le permitieron vivir simultáneamente una vida consciente y una fresca inconsciencia con la que huir de todo lo analizado. ¿Podía ser un poema un análisis de confianza? Podia ser cualquier cosa, y era eso precisamente lo que le hacía alejarse. De los pensamientos inconexos y presuntamente anárquicos que, en lugar de volar libres, buscaban tarde o temprano refugio en los sentimientos exacerbados.
Escribir tenía que ser mucho más, tenía que ser al menos una lucha contra las trampas de la dialéctica al servicio de incansables intereses. Quería escribir para reinventarse y descubrir mundos aplastados, no necesariamente tristes o paradisiacos, sólo otros. Quería escribir para no convencerse de su autenticidad. Ahora que ya no necesitaba tanto dudar de ella, faltaba despegarse de todo lo que había sentido como si fuera el único mundo plausible.
Para no comenzar desde una calculada mentira confesaba que de alguna manera puede que buscara, también, traicionar todo aquello que, pareciendo sublime en un pasado, habiéndolo cuidado tanto, enviadas tantas imaginarias cartas de amor..., aquel mundo no había estado a la altura de los principios con los que ella lo había protegido. Siempre fue feliz imaginando, nunca, terriblemente nunca, esperó nada. Pero aquel mundo ni siquiera estuvo a la altura de lo no esperado.